La publicación de esta novela ha sido saludada, tanto por el público anglosajón como por el de España e Hispanoamérica, con un entusiasmo que sólo es comparable a sus colosales dimensiones1. Tal circunstancia no tendría nada de extraña en un mundillo tan devoto de su causa como el de los aficionados a la ciencia ficción, especie ya rara en sí misma (utilizo el adjetivo en su sentido axiológico, valorativo, y no en el estadístico, pues no somos tan pocos los que disfrutamos del género), pero ocurre que a esta recepción entusiasta se ha sumado la de otro grupo mucho más raro (en todos los sentidos): me refiero a la estirpe de los hacker, esa tribu caracterizada por su déficit de habilidades sociales, sus caóticos hábitos alimentarios, las tendencias paranoicas y la propensión a padecer el síndrome del túnel carpiano en sus estadios más agudos2. Se me ocurre, sin embargo, que la acogida brindada a Criptonomicón por unos y otros no carece de una dimensión irónica que sin duda hará feliz a su autor, puesto que la ingente novela de Stephenson guarda con la ciencia ficción un parentesco más que dudoso, como más adelante trataré de probar. Extremando tal vez el sarcasmo, sugiero complementar la afirmación de la portada del primer volumen de la edición española, donde se declara que Criptonomicón es “la novela de culto de los hackers”, con la propuesta de que los esquizofrénicos adopten El Quijote para su particular santoral. Lo cierto es que en esta novela hay materia suficiente para justificar casi cualquier filiación, cualquier parentesco, por muy aberrante o cogido por los pelos que en un principio pudiera parecer. Se trata de un relato oceánico, muy complejo desde el punto de vista narrativo, y no sólo porque su estructura se sustenta en la continua alternancia de dos líneas temporales —situadas, respectivamente, en la Segunda Guerra Mundial y los años finales del siglo XX—, sino también por el número y variedad de historias secundarias, temas (los excursos y digresiones son tan frecuentes como, por lo general, estupendos), personajes y escenarios. No es mérito pequeño del autor el haber sabido conectar todos estos elementos con una densísima e intrincada maraña de relaciones, que por una parte confiere unidad a la novela, aunque a cambio exige una lectura muy atenta que no siempre el lector está dispuesto a conceder (y no digo esto como un reproche, sino más bien como alabanza, porque a menudo la narración resulta tan apasionante que es difícil resistirse a la tentación de devorar sus páginas). Resumir el argumento de un modo congruente con tal riqueza resulta una tarea imposible; no obstante, no es difícil rastrear bajo la tupida fronda de sus más de mil páginas un esquema argumental tan tradicional, añejo y delicioso como el de la búsqueda de un tesoro enterrado.
Por ello me atrevo a proponer para Criptonomicón una etiqueta clasificatoria algo más conservadora, la de brillante novela de aventuras, de iniciación y búsqueda intelectual y material, de la que no obstante forman parte otros muchos elementos. El más abundante tal vez sea el relato de “hazañas bélicas” ambientado en la Segunda Guerra Mundial, cuyos escenarios se localizan en todos sus frentes, en la retaguardia y hasta en los países neutrales, y cuyas peripecias transcurren por tierra (y bajo tierra), por mar (y debajo del mar) y por aire. Es también una novela de suspense e intriga que combina dos de sus variantes más típicas: por un lado, el thriller tecnológico, que no rehuye ni la inclusión de fórmulas y de gráficos, ni la continua presencia de complicadas nociones de matemáticas (las técnicas criptografías al frente), meteorología, ingeniería de telecomunicaciones, etología, botánica o musicología; por otro, el thriller del mundo de los negocios, donde tienen cabida sublimes proyectos empresariales con visión de futuro, pero también sórdidos abogados, tiburones financieros implacables y representantes de estructuras gubernamentales más bien siniestras. Criptonomicón contiene, asimismo, una suerte de relato histórico “con licencias”, que incluye varias sagas familiares, cuyo alcance temporal cubre los 60 últimos años del siglo XX, y en la que se combinan con gran brillantez escenarios, sucesos y personajes reales —Alan Turing, Douglas McArthur, el mariscal Göring— con otros salidos de la imaginación de su autor. Es también un manifiesto ideológico (nada complaciente con los tópicos del pensamiento políticamente correcto, por cierto), como todos ellos discutible, pero en todo caso muy representativo de algunas posiciones intelectuales crecidas y desarrolladas en torno al fenómeno de Internet. Y, finalmente, la novela de Stephenson constituye una auténtica fiesta del lenguaje, plena de ingenio, de invenciones estéticas, hallazgos verbales y episodios divertidísimos, que se caracteriza por un estilo inimitable construido alrededor de una visión singularmente mordaz de la realidad, cuya consecuencia es un humor irónico, sarcástico, capaz de salir ileso de una verdadera profusión de episodios brutales y sangrientos3. Es curioso que esta novela obtuviera el Premio Locus del año 2000 en la categoría de novela de ciencia ficción, puesto que, en mi modesta opinión, los aspectos de ciencia ficción que hay en ella son mínimos, por no decir inexistentes4. Naturalmente que el autor se toma libertades respecto a la historia real (incluyendo entre ellas el disfrazar algunos escenarios reales mediante topónimos ficticios como el archipiélago de Qwghlm o el sultanato de Kinakuta, o inventarse personajes y situaciones en las que se superponen lo real histórico y lo puramente ficticio), pero éste es un procedimiento habitual en la creación novelística y no es en absoluto específico de ningún género5. Además, y aunque la trama narrativa establece un vínculo crucial (una especie de conspiración para el desarrollo y posterior ocultación de un código criptográfico), entre los acontecimientos sucedidos en los meses finales de la Segunda Guerra Mundial y el proyecto informático de crear la Cripta, un refugio de datos a salvo de cualquier regulación o interferencia gubernamental o de cualquier otra procedencia, tal vínculo nunca sobrepasa el nivel de un artificio narrativo necesario para sostener e intensificar la intriga; de hecho, esta “conexión en el tiempo” proyecta sobre el presente una influencia muy limitada, y por tanto no tiene entidad suficiente para que el relato pueda ser considerado como un ejemplo de esa vertiente o rama de la ciencia ficción que se denomina ucronía o “relato de mundos alternativos”. Por otra parte, la novela contiene muy poco de la genuina especulación científica o tecnológica que solemos asociar con la ciencia ficción, pues ninguno de sus motivos científicos o técnicos —algoritmos criptográficos, dispositivos de ingeniería de las telecomunicaciones, sistemas, programas y equipos informáticos— son en modo alguno ajenos a nuestra realidad contemporánea. Por mucho que he prestado atención a estos aspectos a lo largo de mi lectura (y es posible que me haya equivocado, porque no soy científico ni ingeniero), no he logrado encontrar nada que se parezca remotamente a una tecnología que no exista ya entre nosotros y cuyos usos estén perfectamente asentados. Es cierto que el proyecto de Randy Waterhouse, Avi Halabi y demás socios de la Epiphyte Corporation de fundar la Cripta suena a delirio de hackers. Es cierto también que los sistemas informáticos que manejan los protagonistas contemporáneos son más sofisticados que un simple PC y que su nivel de comprensión de las tecnologías informáticas no está al alcance de cualquier usuario (por cierto, la novela destila el típico aire de superioridad con que los fans de UNIX y Linux miran a quienes se resignan a Windows). Por último, es asimismo cierto que la comprensión cabal de los algoritmos criptográficos que aparecen a lo largo de la historia (el tercer tomo incluye incluso un apéndice donde se detalla el uso del algoritmo de cifrado Solitaire, basado en una baraja francesa, y que tanta importancia adquiere en el desenlace) no está al alcance de la mayoría de los lectores. Pero todo ello no implica una superación del marco empírico de la ciencia y tecnología actuales, y por tanto hemos de concluir que la novela no posee esa dimensión especulativa o proyectiva, ese efecto de “extrañamiento cognoscitivo” que, según algunos expertos, constituye la esencia del género de la ciencia ficción6. Tal vez la relación más clara entre Criptonomicón y la ciencia ficción haya que buscarla por otro lado, tal como sugiere en su reseña Luis Fonseca, a saber: en la trayectoria literaria de su autor, pues Neal Stephenson es autor de varias novelas que al parecer encajan sólidamente (tengo que confesar que no las he leído) en el marco genérico de la ciencia ficción y más específicamente en esa dudosa categoría horriblemente denominada cyberpunk7. El hecho de que la trama novelística preste tanta importancia a las tecnologías informáticas, de evidente notoriedad y prestigio entre el público aficionado a la ciencia ficción, y el peculiar sistema de concesión del premio Locus probablemente han hecho el resto8. Son llamativas, en cualquier caso, las reacciones de los lectores ante la publicación de Criptonomicón (hay más de quinientos testimonios en la web de Amazon, y aunque sólo he leído los treinta o cuarenta primeros, no resulta difícil aventurar una síntesis a partir de ellos), pues muchos coinciden en una declaración que más o menos podría resumirse en algo así: “esperaba encontrarme con otra novela cyberpunk y he leído algo muy distinto”, comentario que no trasluce en modo alguno decepción, sino antes bien al contrario. En realidad, toda esta discusión no deja de ser algo bizantina (pero a mí me gusta la discusión teórica sobre la literatura), ya que, sea o no ciencia ficción, la novela de Neal Stephenson es un relato espléndido, que se lee con esa misma sensación de gozo y placer de las largas tardes de la adolescencia y primera juventud, cuando no había tiempo para la comida ni para el sueño, y sólo existían los libros de Julio Verne o Edgar Allan Poe. Ahora bien, de aquí a identificar, como hace Miquel Barceló, la importancia de Criptonomicón para la narrativa cyberpunk con la que El señor de los anillos representa para la literatura fantástica, (p. 8), va un abismo. Porque lo cierto es que la novela de Stephenson es, en toda su enormidad, algo irregular, y no exenta de algunos defectos de cierto calibre. Para empezar, el de su final, un tanto inconsistente y como apresurado, con la reaparición de un personaje secundario (no lo mencionaré para no estropear la intriga) que irrumpe teatralmente en el desenlace, casi como si fuera un deus ex machina, para complicar la vida a los protagonistas.
En segundo lugar, creo que puede advertirse un cierto desequilibrio entre las dos líneas temporales que estructuran la novela. Tal vez sea una exclusiva cuestión de gusto personal, y otros lectores puedan opinar de forma diferente (reconozco que el mundo de los negocios siempre me ha parecido aburridísimo, y que en cambio siento auténtica pasión por los relatos bélicos), pero yo he tenido la reiterada sensación de que el conjunto de personajes y situaciones que se desarrollan a lo largo de la II Guerra Mundial es mucho más vigoroso e interesante que los que pertenecen a la época contemporánea. El dramatismo, la variedad, la tensión y el humor que acompañan a las aventuras, a menudo truculentas hasta lo casi inverosímil, del criptógrafo norteamericano Lawrence Waterhouse, del marine Bobby Shaftoe, del teniente japonés Goto Dengo, del capitán del U-boot alemán Günther Bischoff o del enigmático (un personaje quizás abusivamente enigmático) Enoch Root, no puede compararse con el interés puramente novelístico del proyecto empresarial emprendido por Randy Waterhouse (nieto de Lawrence) y sus socios. Stephenson alcanza la cumbre de su talento narrativo en su visión cruel, ácida e inimitablemente sarcástica de las acciones de la gran conflagración bélica, y sobre todo en aquellas que tienen lugar en diversos escenarios del sudeste asiático: Shangai (donde comienzan los lances protagonizados por ese estupendo personaje que es el marine Shaftoe), Guadalcanal, Nueva Guinea o Filipinas. Frente a la grandiosa estatura de Shaftoe, una verdadera máquina militar, o frente a las asombrosas peripecias del teniente Goto Dengo, no menos industrioso y hábil que el anterior, frente a las tribulaciones a menudo cómicas de Lawrence Waterhouse en su titánica tarea de descifrar los códigos del Eje y proteger sus propios avances, palidecen las aventuras empresariales de la Epiphyte Corporation, en lucha contra aviesos adversarios comerciales, o los detalles del más bien soso y anodino romance entre Randy Waterhouse y la submarinista Amy Shaftoe (nietos del criptografo y el marine, respectivamente). El hecho de que el retrato del mundo de los negocios y de la alta tecnología en el cual se desarrolla esta segunda línea narrativa también esté presidido por el humor, la ironía y la burla, con dardos más que mordaces hacia los fanáticos de los ordenadores, los ambientes universitarios del feminismo y el pensamiento políticamente correcto, los gestores de inversiones (estupenda la descripción del malvado de turno, el inversionista Hubert Kepler, alias el Dentista), los abogados y los círculos de la administración norteamericana, no compensa a mi entender la distancia entre los dos ámbitos de la novela.
Incluso las motivaciones e implicaciones ideológicas de la conducta de unos y otros personajes toleran escasa comparación. Los valerosos sacrificios del marine Shaftoe y el criptógrafo alemán Rudolf von Hacklheber alcanzan a lo largo del relato un profundo significado expiatorio; por su parte, la supervivencia del teniente japonés Goto Dengo, tras arrostrar un sinnúmero de peligros, constituye el premio a un arrepentimiento sincero y la oportunidad de contribuir a un proyecto secreto destinado a crear un futuro mejor para su país y para el mundo. En cambio, los motivos de Randy, Avi Halaby y sus socios para llevar adelante la empresa de la Cripta, convencidos de la intrínseca perversidad de los gobiernos y de la no menos intrínseca bondad de la ética hacker, son, a mi modo de ver, pueriles (y algo de puerilidad tiene también la decisión que toman respecto a qué hacer con el tesoro protegido durante tantos años por el código Aretusa), cuando no abiertamente discutibles desde un punto de vista moral (volveré sobre ello al final de esta reseña).
En todo caso, creo que es preciso reconocer que la mezcla que Stephenson realiza entre ambos mundos, el del pasado y el presente, el del enfrentamiento bélico y la guerra comercial, su constante solapamiento e interferencia, constituye un mérito en sí misma. Y aún diría más: ese abigarramiento y mezcolanza, ese fluir vital y aparentemente caótico, ese discurso prolijo, desatado, tumultuoso, casi inconsciente de sus límites, es el mérito principal de la novela. De hecho, yo creo que el mejor Stephenson no se halla en la composición general, ni en la invención del argumento o en el diseño de los personajes, sino más bien en un terreno más acotado, el de la escena breve, a menudo de trazo violento y grueso, en el que es capaz de desplegar una serie de infinitos recursos de imaginación y estilo que proporcionan a su prosa una intensidad inconfundible. Se podrían multiplicar los ejemplos, así que sólo citaré unos cuantos: el apocalíptico ataque a Pearl Harbor, narrado desde la asombrada perspectiva del novato Lawrence Waterhouse (vol. I, pp. 86-90), las descripciones del casco antiguo de Manila mientras Randy pasea por ella (I, 117-121) o del sultanato de Kinakuta a vista de pájaro (I, 245-247), la irónica y como despegada narración de la aniquilación del convoy japonés que transporta a Goto Dengo (II, 11-16), la recreación del conocido episodio bélico de la interceptación y derribo del avión en el que realizó su último viaje el almirante Isoroku Yamamoto (II, 26-30), el escatológico relato de un adelantamiento de un camión de cerdos en una carretera filipina (II, 230-232), la escena en que Lawrence toca el órgano con desatada intensidad, pensando al mismo tiempo en cómo descifrar códigos y en acostarse con su novia (II, 297-299), o la narración de la ingeniosa y terrible estrategia que emplea Bobby Shaftoe para destruir una fortaleza japonea, acción en la que entrega su vida (III, 198-203).
En conexión con su tumultuoso discurso narrativo hay que valorar también otro rasgo característico de la novela, su llamativo y reiterado recurso a la amplificación. Hay excursos y digresiones para todos los gustos: especialmente sobre técnicas criptográficas, pero también acerca de las ventajas de los trajes masculinos elegantes, sobre la forma y la textura de los cereales del desayuno, a propósito de la utilidad de las barbas en los trópicos, sobre un método de espionaje electrónico denominado “phreaking Van Eck”, respecto a la incidencia de la masturbación en el rendimiento intelectual, sobre la ineficacia de los sistemas de ejecución previstos en el código penal filipino o acerca de la vinculación de la figura mitológica de la diosa Atenea con el desarrollo técnico. Y aunque en algún momento el lector se vea tentado de pasar páginas en busca de la continuación del hilo narrativo, hay que admitir que las digresiones de Stephenson son divertidas, ingeniosas, y que además proporcionan a la novela una riqueza de perspectivas ciertamente poco común y, desde luego, insólita en la narrativa de ciencia ficción —si es que se trata de una novela de ciencia ficción— a la que la mayoría de los aficionados estamos acostumbrados.
Tanto como en la digresión, el estilo de Stephenson se basa en el empleo inteligente de la intertextualidad (ya desde el título, claro, con ese homenaje transparente a H.P. Lovecraft). La identificación y análisis de los procedimientos de cita, de las parodias, ecos y pastiches, darían para una tesis doctoral, y no es éste lugar para demorarse en ello. Lo que llama la atención es que el autor los utiliza de forma muy característica, como un rasgo definitorio de una de las dos líneas narrativas, la que transcurre en la actualidad, y ello no es casual, pues corresponde verosímilmente al retrato de grupos sociales —ingenieros, informáticos, abogados, profesores universitarios— que son conscientes del fenómeno y hasta lo consideran como un signo distintivo, un mecanismo de identificación y pertenencia. Así, no es extraño encontrarse con usos de la intertextualidad que retratan agudamente las circunstancias de determinados ambientes intelectuales en Estados Unidos y los países anglosajones: un episodio de enfrentamiento entre hackers y agentes del gobierno, narrado como si se tratara de las luchas entre las diferentes razas que habitan el mundo de El señor de los anillos, o abundantes empleos metafóricos de las características del sistema operativo UNIX, o el hecho de que continuamente Randy Waterhouse haga escarnio del lenguaje políticamente correcto y los tópicos de la semiología y la deconstrucción, como una sutil forma de venganza sobre su ex-novia Charlene.
Quisiera finalizar mi reseña con un breve análisis “político” de la novela. Soy consciente de los riesgos que trae consigo el formular reparos ideológicos a un texto tan amplio (e irónico) como el presente, pero también creo que el libro de Stephenson no es inocente en ninguno de los sentidos de la palabra, y que su impacto sobre el público exige alguna reflexión al respecto. En primer lugar, diré que no llego a comprender por qué ha de ser obligatoria la fe radicalmente libertaria (a menudo portadora de un pensamiento ferozmente capitalista) que propagan algunos círculos informáticos, con los cuales esta novela parece identificarse a través de las actividades de la Epiphyte Corp., como si toda regulación gubernamental del fenómeno de Internet fuera intrínsecamente perversa, y en cambio no lo fuera la ocultación deliberada de recursos financieros al fisco (uno de los fines, aunque no el único,para el que nace el proyecto de la Cripta), o la comisión de actividades delictivas —pornografía infantil, incitación al odio racial o a la violencia, comercio ilícito de todo tipo— que como es sabido basan su existencia en servidores de Internet opacos a la acción de la justicia.
Más cuestionable me parece aún la ideología subyacente (el “subtexto”, que diría con su habitual retranca Stephenson) al retrato de Avi Halaby, el socio principal de Randy Waterhouse, quien dedica todos sus esfuerzos al propósito esencial de prevenir la repetición de la Shoah, el Holocausto que el pueblo judío sufrió a manos de los nazis. Desde luego que tal motivación es plausible en sí misma, pero no tanto el modo en que Avi desea llevarla a cabo: colocar en la Cripta el PEPH, o Paquete de Educación y Prevención del Holocausto, que él mismo define como “un manual de prevención de holocaustos... una guía de tácticas de guerrilla” (p. 102). No es, desde luego, un proyecto inocente y puro, sino un reconocimiento explícito de la necesidad de la violencia, aspecto este sobre el cual la novela adopta una postura ambigua: aun cuando Randy y la voz del narrador formulan unas cuantas ironías respecto a la terquedad sionista de Avi o a su conservadora vida familiar, lo cierto es que el relato en su conjunto parece dar por bueno su programa (y un lector mínimamente atento a la actualidad internacional no puede menos que interpretar esta actitud como un refrendo de la impresentable política que lleva a cabo el estado de Israel). Esta línea de pensamiento se ve confirmada, más allá de todo el arsenal de burlas y cuchufletas característico de la novela, por el innegable tufillo pro-norteamericano que destilan muchos de sus episodios (no solamente los bélicos, lo cual sería perfectamente aceptable, al menos para alguien que considera que la victoria de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial fue beneficiosa para la Humanidad), de los que se deduce una visión de los Estados Unidos, en línea con los habituales tópicos de campeón del mundo libre, valedor de las libertades y protector del desarrollo de los pueblos, que no puede ser más acomodaticia y manida.
Este convencionalismo ideológico puede considerarse (o no) un aspecto criticable, pero de lo que no cabe duda es que constituye un argumento que confirma las reticencias que ya he expreado a la hora de aceptar el carácter “cienciaficcional” de Criptonomicón. Tomando como referencia la definición del género propuesta por Darko Suvin (véase la nota 6), es preciso concluir con la afirmación de que la obra de Neal Stephenson no sólo no crea un mundo narrativo empíricamente distinto al nuestro, sino que tampoco logra (en realidad, yo creo que ni siquiera lo pretende) el necesario extrañamiento cognitivo que es la nota característica de la mejor ciencia ficción.
Aunque... ¡qué más dará una cosa u otra! Déjense de monsergas que sólo importan a los exquisitos y compren Criptonomicón, editado en tres hermosos tomos cuyos lomos, además, quedan preciosos en la estantería. Lean Criptonomicón, aunque no les guste la ciencia ficción. Y los que suelen presumir de su desprecio hacia el género, que los hay, aquí tienen una oportunidad para olvidar los escrúpulos y actuar con criterio propio (con la excusa de que no es lo que parece, claro). Pero eso sí, van a necesitar unos cuantos días libres, porque el libro de Neal Stephenson no les va a dejar atender debidamente a sus obligaciones. Están advertidos.
Notas
1. Aunque la novela apareció en la edición norteamericana (Cryptonomicon, Avon Books, mayo de 1999) en un único volumen de algo más de 900 páginas, la versión española ha sido publicada por Ediciones B en tres volúmenes (números 148, 151 y 154 de la colección Nova), con traducción de Pedro Jorge Romero. Se ha mantenido el título original (Criptonmicón), aunque cada uno de los volúmenes lleva un subtítulo, a saber: I. El código Enigma, II. El código Pontifex, III. El código Aretusa). En total, los tres volúmenes de la edición española representan casi 1100 páginas.
2. La especie existe, no es un lugar común. Podría citar algún ejemplo real bien próximo (que el lector piense por su cuenta), pero prefiero esgrimir otra clase de argumento, representado por una reciente novela de éxito, la descacharrante Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, de Pablo Tusell, cuyo protagonista manifiesta un comportamiento antisocial y un toque paranoide (que tiene ocasión de manifestarse en una historia de tramas secretas, códigos criptográficos en Internet e inquietantes construcciones subterráneas) no demasiado diferente al de unos cuantos personajes de la novela de Stephenson. Y por lo que concierne al famoso síndrome del túnel carpiano, que destroza las muñecas de los adictos a los ordenadores, no es cosa de tomárselo a cachondeo, a juzgar por el aviso que figura en el teclado inalámbrico de Logitech que hace poco regalamos a mi padre con motivo de su septuagésimo quinto cumpleaños. No me resisto a la cita literal: “ADVERTECNCIA: Ciertos expertos creen que el empleo de cualquier tipo de teclado puede ocasionar lesiones graves”.
3. Un estilo que, en líneas generales, ha sido bastante bien captado en la traducción de Pedro Jorge Romero, quien en algún momento (p. 273, a propósito de una interpretación tronchante del acrónimo INRI) tiene la honradez de reconocer que no puede superar con su traducción los hallazgos verbales de Stephenson. Pero, de todos modos, hay alguna opción lingüística chirriante, como la continua presencia del verbo asumir, utilizado con el sentido de 'suponer, tener en cuenta, considerar', que sí tiene el verbo inglés to assume, pero que resulta poco aceptable en castellano (de hecho, el Diccionario del español actual, de Seco, Andrés y Ramos, ni siquiera registra tal uso).
4. El responsable de la edición española, Miquel Barceló, se ha visto obligado a reconocerlo así: “no se me oculta que muchos lectores podrían preguntarse qué hay de ciencia ficción en una novela como Criptonomicón” (p. 6). Por su parte, Luis Fonseca, en su reseña de la novela declara: “difícilmente podríamos encuadrar Cryptonomicon en este género. Arriesgando un segundo calificativo lo describiría como «mainstream asimilado». Asimilado con gusto por la comunidad de la ciencia ficción, sin duda, en recompensa por los servicios prestados por la corta pero intensa obra de Stephenson (Zodiac, La era del diamante y, especialmente, Snow Crash)” (la reseña se ha publicado en http://www.archivodenessus.com/rese/0380; también está incluida en la presentación del tercer volumen de la novela).
5. Los antecedentes ilustres de este procedimiento son legión, pero me gustaría citar dos muy cercanos, que además comparten con la novela de Stephenson la ubicación en la II Guerra Mundial y el protagonismo de científicos ocupados en desvelar las interioridades de la maquinaria militar nazi: Enigma, del británico Robert Harris (1995), una novela sobre el desciframiento del famoso código alemán, que estoy seguro ha sido conocida por Stephenson, y En busca de Klingsor, del mexicano Jorge Volpi (abril de 1999), dedicada a la búsqueda de un misterioso científico director del programa alemán de investigaciones atómicas. Ambas son dos novelas magníficas (bastante más amargas ambas que la de Stephenson), que sobre una base histórica real realizan un tratamiento ficcional muy convincente, lo cual no creo que autorice a designar a ninguna de ellas como de ciencia ficción.
6. La definición corresponde a uno de los más prestigiosos expertos en el género, el profesor Darko Suvin, en Metamorfosis de la ciencia ficción. Sobre la poética y la historia de un género literario, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 26. Suvin señala que la ciencia ficción “parte de una hipótesis ficticia («literaria»), que desarrolla con rigor total («científico») [...]. El resultado de esa presentación fáctica de hechos ficticios es el enfrentamiento de un sistema normativo fijo [...] con un punto de vista o perspectiva que conlleva un conjunto de normas nuevo. En teoría literaria se llama a esta actitud de extrañamiento” (p. 28). Y más adelante define la ciencia ficción como “un género literario cuyas condiciones necesarias y suficientes son la presencia y la interacción del extrañamiento y la cognición, y cuyo recurso formal más importante es un marco imaginativo distinto del ambiente empírico del autor” (p. 30).
7. En la entrada correspondiente de The Encyclopedia of Science Fiction (New York, St. Martin's Press, 1995, pp. 288-290), John Clute y Peter Nichols señalan que el término cyberpunk designa una corriente de la ciencia ficción que se originó en los primeros años 80, y cuyos principales representantes son los escritores Bruce Sterling y William Gibson. Temas fundamentales en esta corriente son el retrato de un mundo política e industrialmente globalizado, la influencia en la condición humana de los implantes corporales y de las drogas, y los cambios sociales provocados por la difusión de las redes de datos y la realidad virtual. La narrativa cyperpunk se caracteriza también por su combatividad respecto a las estructuras sociales y políticas tradicionales y por lo agresivo y polémico de sus propuestas literarias. De las novelas de Stephenson que suelen asociarse a la narrativa cyberpunk, dos están publicadas en castellano: La era del diamante: manual ilustrado para jovencitas y Snow Crash. La primera fue editada por la colección Nova de Ediciones B en 1995; la segunda ha sido publicada, manteniendo el título original, por Ediciones Gigamesh en 2000. Esta última es objeto de la selección del equipo redactor de Las 100 mejores novelas de ciencia ficción del siglo XX (Madrid, La Factoría de Ideas, 2001, pp. 205-206).
8. Convocado por la revista Locus Magazine, especializada en ciencia ficción, literatura fantástica y horror, se concede por votación de los lectores. Pueden verse las normas del premio y un completísimo indice en http://www.locusmag.com/SFAwards/Db/Locus.html.
Para saber más
Algunos de los temas tratados en la reseña se pueden ampliar en las siguientes direcciones de Internet: