 La          publicación de esta novela ha  sido saludada, tanto por el  público anglosajón          como por el de  España e Hispanoamérica, con un entusiasmo que  sólo es           comparable a sus colosales dimensiones1.          Tal circunstancia no tendría nada de  extraña en un mundillo tan  devoto          de su causa como el de los  aficionados a la ciencia ficción,  especie ya          rara en sí misma  (utilizo el adjetivo en su sentido axiológico,  valorativo,          y  no en el estadístico, pues no somos tan pocos los que  disfrutamos del           género), pero ocurre que a esta recepción entusiasta se ha   sumado la de          otro grupo mucho más raro (en todos los sentidos):  me refiero a  la estirpe          de los hacker, esa tribu  caracterizada por su déficit de  habilidades          sociales, sus  caóticos hábitos alimentarios, las tendencias  paranoicas          y la  propensión a padecer el síndrome del túnel carpiano en sus  estadios           más agudos2. Se me ocurre,          sin embargo, que la  acogida brindada a Criptonomicón por  unos y          otros no  carece de una dimensión irónica que sin duda hará feliz  a su           autor, puesto que la ingente novela de Stephenson guarda con la  ciencia           ficción un parentesco más que dudoso, como más adelante  trataré  de probar.          Extremando tal vez el sarcasmo, sugiero  complementar la  afirmación de          la portada del primer volumen de  la edición española, donde se  declara          que Criptonomicón  es “la novela de culto de los hackers”,           con la propuesta de  que los esquizofrénicos adopten El  Quijote          para su  particular santoral.
La          publicación de esta novela ha  sido saludada, tanto por el  público anglosajón          como por el de  España e Hispanoamérica, con un entusiasmo que  sólo es           comparable a sus colosales dimensiones1.          Tal circunstancia no tendría nada de  extraña en un mundillo tan  devoto          de su causa como el de los  aficionados a la ciencia ficción,  especie ya          rara en sí misma  (utilizo el adjetivo en su sentido axiológico,  valorativo,          y  no en el estadístico, pues no somos tan pocos los que  disfrutamos del           género), pero ocurre que a esta recepción entusiasta se ha   sumado la de          otro grupo mucho más raro (en todos los sentidos):  me refiero a  la estirpe          de los hacker, esa tribu  caracterizada por su déficit de  habilidades          sociales, sus  caóticos hábitos alimentarios, las tendencias  paranoicas          y la  propensión a padecer el síndrome del túnel carpiano en sus  estadios           más agudos2. Se me ocurre,          sin embargo, que la  acogida brindada a Criptonomicón por  unos y          otros no  carece de una dimensión irónica que sin duda hará feliz  a su           autor, puesto que la ingente novela de Stephenson guarda con la  ciencia           ficción un parentesco más que dudoso, como más adelante  trataré  de probar.          Extremando tal vez el sarcasmo, sugiero  complementar la  afirmación de          la portada del primer volumen de  la edición española, donde se  declara          que Criptonomicón  es “la novela de culto de los hackers”,           con la propuesta de  que los esquizofrénicos adopten El  Quijote          para su  particular santoral.Lo cierto es que en esta novela hay materia  suficiente para  justificar          casi cualquier filiación, cualquier  parentesco, por muy  aberrante o cogido          por los pelos que en  un principio pudiera parecer. Se trata de  un relato          oceánico,  muy complejo desde el punto de vista narrativo, y no  sólo porque           su estructura se sustenta en la continua alternancia de dos  líneas  temporales          —situadas, respectivamente, en la Segunda Guerra  Mundial y los años           finales del siglo XX—, sino también por el número y  variedad de historias           secundarias, temas (los excursos y digresiones son tan  frecuentes como,           por lo general, estupendos), personajes y escenarios. No es   mérito pequeño          del autor el haber sabido conectar todos estos  elementos con una  densísima          e intrincada maraña de relaciones,  que por una parte confiere  unidad a          la novela, aunque a  cambio exige una lectura muy atenta que no  siempre          el lector  está dispuesto a conceder (y no digo esto como un  reproche,           sino más bien como alabanza, porque a menudo la narración  resulta tan           apasionante que es difícil resistirse a la tentación de devorar   sus páginas).          Resumir el argumento de un modo congruente con  tal riqueza  resulta una          tarea imposible; no obstante, no es  difícil rastrear bajo la  tupida fronda          de sus más de mil  páginas un esquema argumental tan tradicional,  añejo          y  delicioso como el de la búsqueda de un tesoro enterrado.
Por          ello me atrevo a proponer para Criptonomicón una  etiqueta  clasificatoria          algo más conservadora, la de  brillante novela de aventuras, de  iniciación          y búsqueda  intelectual y material, de la que no obstante forman  parte           otros muchos elementos. El más abundante tal vez sea el relato           de “hazañas bélicas” ambientado en la Segunda Guerra Mundial,  cuyos           escenarios se localizan en todos sus frentes, en la retaguardia y   hasta          en los países neutrales, y cuyas peripecias transcurren  por  tierra (y          bajo tierra), por mar (y debajo del mar) y por  aire. Es también  una novela          de suspense e intriga que combina  dos de sus variantes más  típicas: por          un lado, el thriller  tecnológico, que no rehuye ni la  inclusión          de fórmulas y de  gráficos, ni la continua presencia de  complicadas nociones          de  matemáticas (las técnicas criptografías al frente),  meteorología,  ingeniería          de telecomunicaciones, etología, botánica o  musicología; por  otro, el          thriller del mundo de los  negocios, donde tienen cabida  sublimes          proyectos empresariales  con visión de futuro, pero también  sórdidos abogados,           tiburones financieros implacables y representantes de  estructuras  gubernamentales          más bien siniestras. Criptonomicón  contiene, asimismo,  una suerte          de relato histórico “con  licencias”, que incluye varias sagas  familiares,          cuyo alcance  temporal cubre los 60 últimos años del siglo XX, y  en la          que  se combinan con gran brillantez escenarios, sucesos y  personajes reales           —Alan  Turing, Douglas McArthur, el mariscal Göring—  con otros salidos          de la imaginación de su autor. Es  también un manifiesto  ideológico (nada          complaciente con los  tópicos del pensamiento políticamente  correcto, por          cierto),  como todos ellos discutible, pero en todo caso muy  representativo           de algunas posiciones intelectuales crecidas y desarrolladas en   torno          al fenómeno de Internet. Y, finalmente, la novela de  Stephenson  constituye          una auténtica fiesta del lenguaje, plena  de ingenio, de  invenciones estéticas,          hallazgos verbales y  episodios divertidísimos, que se  caracteriza por          un estilo  inimitable construido alrededor de una visión  singularmente           mordaz de la realidad, cuya consecuencia es un humor irónico,   sarcástico,          capaz de salir ileso de una verdadera profusión de  episodios  brutales          y sangrientos3. Es curioso que esta  novela obtuviera el Premio Locus del año  2000 en          la categoría  de novela de ciencia ficción, puesto que, en mi  modesta opinión,           los aspectos de ciencia ficción que hay en ella son mínimos, por  no  decir          inexistentes4. Naturalmente          que el autor se toma  libertades respecto a la historia real  (incluyendo          entre ellas  el disfrazar algunos escenarios reales mediante  topónimos           ficticios como el archipiélago de Qwghlm o el sultanato de  Kinakuta, o           inventarse personajes y situaciones en las que se superponen lo   real histórico          y lo puramente ficticio), pero éste es un  procedimiento habitual  en la          creación novelística y no es en  absoluto específico de ningún  género5.          Además, y aunque la trama narrativa  establece un vínculo crucial  (una          especie de conspiración para  el desarrollo y posterior  ocultación de un          código  criptográfico), entre los acontecimientos sucedidos en  los meses           finales de la Segunda Guerra Mundial y el proyecto informático  de  crear          la Cripta, un refugio de datos a salvo de cualquier  regulación o  interferencia          gubernamental o de cualquier otra  procedencia, tal vínculo nunca  sobrepasa          el nivel de un  artificio narrativo necesario para sostener e  intensificar          la  intriga; de hecho, esta “conexión en el tiempo” proyecta  sobre el  presente          una influencia muy limitada, y por tanto no tiene  entidad  suficiente para          que el relato pueda ser considerado  como un ejemplo de esa  vertiente o          rama de la ciencia ficción  que se denomina ucronía o “relato de          mundos alternativos”. Por          otra parte, la novela contiene muy poco de la  genuina  especulación científica          o tecnológica que solemos  asociar con la ciencia ficción, pues  ninguno          de sus motivos  científicos o técnicos —algoritmos  criptográficos, dispositivos          de ingeniería de las  telecomunicaciones, sistemas, programas y  equipos          informáticos— son en modo alguno  ajenos a nuestra  realidad contemporánea.          Por mucho que he  prestado atención a estos aspectos a lo largo  de mi lectura          (y  es posible que me haya equivocado, porque no soy científico  ni  ingeniero),          no he logrado encontrar nada que se parezca  remotamente a una  tecnología          que no exista ya entre nosotros y  cuyos usos estén perfectamente  asentados.          Es cierto que el  proyecto de Randy Waterhouse, Avi Halabi y  demás socios          de la  Epiphyte Corporation de fundar la Cripta suena a delirio  de hackers.           Es cierto también que los sistemas informáticos que manejan los   protagonistas          contemporáneos son más sofisticados que un simple  PC y que su  nivel de          comprensión de las tecnologías  informáticas no está al alcance  de cualquier          usuario (por  cierto, la novela destila el típico aire de  superioridad          con  que los fans de UNIX y Linux miran a quienes se resignan a  Windows).           Por último, es asimismo cierto que la comprensión cabal de los   algoritmos          criptográficos que aparecen a lo largo de la  historia (el tercer  tomo          incluye incluso un apéndice donde se  detalla el uso del  algoritmo de cifrado          Solitaire, basado en  una baraja francesa, y que tanta  importancia adquiere          en el  desenlace) no está al alcance de la mayoría de los  lectores. Pero           todo ello no implica una superación del marco empírico de la   ciencia y          tecnología actuales, y por tanto hemos de concluir  que la novela  no posee          esa dimensión especulativa o  proyectiva, ese efecto de  “extrañamiento          cognoscitivo” que,  según algunos expertos, constituye la esencia  del género          de la  ciencia ficción6. Tal vez la relación más  clara entre Criptonomicón y la  ciencia          ficción haya que  buscarla por otro lado, tal como sugiere en su  reseña          Luis  Fonseca, a saber: en la trayectoria literaria de su autor,  pues Neal           Stephenson es autor de varias novelas que al parecer encajan   sólidamente          (tengo que confesar que no las he leído) en el  marco genérico de  la ciencia          ficción y más específicamente en  esa dudosa categoría  horriblemente denominada          cyberpunk7.  El hecho          de que la trama novelística preste tanta importancia a  las  tecnologías          informáticas, de evidente notoriedad y  prestigio entre el  público aficionado          a la ciencia ficción, y  el peculiar sistema de concesión del  premio Locus           probablemente han hecho el resto8.          Son llamativas, en cualquier caso, las  reacciones de los  lectores ante          la publicación de Criptonomicón  (hay más de quinientos  testimonios          en la web de Amazon, y  aunque sólo he leído los treinta o  cuarenta primeros,          no  resulta difícil aventurar una síntesis a partir de ellos),  pues muchos           coinciden en una declaración que más o menos podría resumirse  en  algo          así: “esperaba encontrarme con otra novela cyberpunk y  he leído  algo muy          distinto”, comentario que no trasluce en  modo alguno decepción,  sino antes          bien al contrario. En realidad, toda esta discusión no deja de ser algo bizantina   (pero          a mí me gusta la discusión teórica sobre la  literatura), ya que,  sea o          no ciencia ficción, la novela de  Neal Stephenson es un relato  espléndido,          que se lee con esa  misma sensación de gozo y placer de las  largas tardes          de la  adolescencia y primera juventud, cuando no había tiempo  para la           comida ni para el sueño, y sólo existían los libros de Julio  Verne o  Edgar          Allan Poe. Ahora bien, de aquí a identificar, como hace  Miquel  Barceló,          la importancia de Criptonomicón para la  narrativa  cyberpunk con          la que El señor de los anillos  representa para la  literatura fantástica,          (p. 8), va un  abismo. Porque lo cierto es que la novela de  Stephenson          es, en  toda su enormidad, algo irregular, y no exenta de algunos  defectos           de cierto calibre. Para empezar, el de su final, un tanto   inconsistente          y como apresurado, con la reaparición de un  personaje secundario           (no lo mencionaré para no estropear la  intriga) que irrumpe  teatralmente          en el desenlace, casi como  si fuera un deus ex machina, para  complicar          la vida a  los protagonistas.
En segundo lugar, creo  que puede advertirse un cierto  desequilibrio entre          las dos  líneas temporales que estructuran la novela. Tal vez sea  una exclusiva           cuestión de gusto personal, y otros lectores puedan opinar de   forma diferente          (reconozco que el mundo de los negocios siempre  me ha parecido  aburridísimo,          y que en cambio siento auténtica  pasión por los relatos  bélicos), pero          yo he tenido la  reiterada sensación de que el conjunto de  personajes y           situaciones que se desarrollan a lo largo de la II Guerra  Mundial es  mucho          más vigoroso e interesante que los que pertenecen a la  época  contemporánea.          El dramatismo, la variedad, la tensión y  el humor que acompañan a  las          aventuras, a menudo truculentas  hasta lo casi inverosímil, del  criptógrafo          norteamericano  Lawrence Waterhouse, del marine Bobby Shaftoe,  del teniente           japonés Goto Dengo, del capitán del U-boot alemán Günther            Bischoff o del enigmático (un personaje quizás abusivamente   enigmático)          Enoch Root, no puede compararse con el interés  puramente  novelístico del          proyecto empresarial emprendido por  Randy Waterhouse (nieto de  Lawrence)          y sus socios. Stephenson  alcanza la cumbre de su talento  narrativo en          su visión cruel,  ácida e inimitablemente sarcástica de las  acciones de          la gran  conflagración bélica, y sobre todo en aquellas que  tienen lugar           en diversos escenarios del sudeste asiático: Shangai (donde  comienzan           los lances protagonizados por ese estupendo personaje que es  el  marine          Shaftoe), Guadalcanal, Nueva Guinea o Filipinas.  Frente a la  grandiosa          estatura de Shaftoe, una verdadera  máquina militar, o frente a  las asombrosas          peripecias del  teniente Goto Dengo, no menos industrioso y hábil  que el           anterior, frente a las tribulaciones a menudo cómicas de  Lawrence  Waterhouse          en su titánica tarea de descifrar los códigos del  Eje y proteger  sus propios          avances, palidecen las aventuras  empresariales de la Epiphyte  Corporation,          en lucha contra  aviesos adversarios comerciales, o los detalles  del más          bien  soso y anodino romance entre Randy Waterhouse y la  submarinista Amy           Shaftoe (nietos del criptografo y el marine, respectivamente).  El  hecho          de que el retrato del mundo de los negocios y de la alta   tecnología en          el cual se desarrolla esta segunda línea  narrativa también esté  presidido          por el humor, la ironía y la  burla, con dardos más que mordaces  hacia          los fanáticos de los  ordenadores, los ambientes universitarios  del feminismo          y el  pensamiento políticamente correcto, los gestores de  inversiones  (estupenda          la descripción del malvado de turno, el  inversionista Hubert  Kepler, alias          el Dentista), los abogados y  los círculos de la administración  norteamericana,          no compensa  a mi entender la distancia entre los dos ámbitos de  la novela.
Incluso las motivaciones e implicaciones ideológicas de la   conducta de          unos y otros personajes toleran escasa comparación.  Los  valerosos sacrificios          del marine Shaftoe y el criptógrafo  alemán Rudolf von Hacklheber  alcanzan          a lo largo del relato  un profundo significado expiatorio; por su  parte,          la  supervivencia del teniente japonés Goto Dengo, tras arrostrar  un  sinnúmero          de peligros, constituye el premio a un  arrepentimiento sincero y  la oportunidad          de contribuir a un  proyecto secreto destinado a crear un futuro  mejor          para su  país y para el mundo. En cambio, los motivos de Randy,  Avi Halaby           y sus socios para llevar adelante la empresa de la Cripta,   convencidos          de la intrínseca perversidad de los gobiernos y de  la no menos  intrínseca          bondad de la ética hacker, son, a  mi modo de ver,  pueriles (y algo          de puerilidad tiene también  la decisión que toman respecto a qué  hacer          con el tesoro  protegido durante tantos años por el código  Aretusa), cuando           no abiertamente discutibles desde un punto de vista moral  (volveré  sobre          ello al final de esta reseña).
En todo caso, creo que es preciso reconocer que la mezcla que   Stephenson          realiza entre ambos mundos, el del pasado y el  presente, el del  enfrentamiento          bélico y la guerra comercial,  su constante solapamiento e  interferencia,          constituye un  mérito en sí misma. Y aún diría más: ese  abigarramiento          y  mezcolanza, ese fluir vital y aparentemente caótico, ese  discurso  prolijo,          desatado, tumultuoso, casi inconsciente de sus  límites, es el  mérito principal          de la novela. De hecho, yo  creo que el mejor Stephenson no se  halla en          la composición  general, ni en la invención del argumento o en el  diseño          de  los personajes, sino más bien en un terreno más acotado, el  de la  escena          breve, a menudo de trazo violento y grueso, en el que es  capaz  de desplegar          una serie de infinitos recursos de  imaginación y estilo que  proporcionan          a su prosa una  intensidad inconfundible. Se podrían multiplicar  los ejemplos,           así que sólo citaré unos cuantos: el apocalíptico ataque a Pearl   Harbor,          narrado desde la asombrada perspectiva del novato  Lawrence  Waterhouse          (vol. I, pp. 86-90), las descripciones del  casco antiguo de  Manila mientras          Randy pasea por ella (I,  117-121) o del sultanato de Kinakuta a  vista          de pájaro (I,  245-247), la irónica y como despegada narración de  la aniquilación           del convoy japonés que transporta a Goto Dengo (II, 11-16), la   recreación          del conocido episodio bélico de la interceptación y  derribo del  avión          en el que realizó su último viaje el  almirante Isoroku Yamamoto  (II, 26-30),          el escatológico relato  de un adelantamiento de un camión de  cerdos en          una carretera  filipina (II, 230-232), la escena en que Lawrence  toca el           órgano con desatada intensidad, pensando al mismo tiempo en cómo   descifrar          códigos y en acostarse con su novia (II, 297-299), o  la  narración de la          ingeniosa y terrible estrategia que emplea  Bobby Shaftoe para  destruir          una fortaleza japonea, acción en  la que entrega su vida (III,  198-203).
En conexión con su tumultuoso discurso narrativo hay que   valorar también          otro rasgo característico de la novela, su  llamativo y reiterado  recurso          a la amplificación. Hay excursos  y digresiones para todos los  gustos:          especialmente sobre  técnicas criptográficas, pero también acerca  de las          ventajas  de los trajes masculinos elegantes, sobre la forma y la  textura           de los cereales del desayuno, a propósito de la utilidad de las   barbas          en los trópicos, sobre un método de espionaje  electrónico  denominado “phreaking          Van Eck”, respecto a la  incidencia de la masturbación en el  rendimiento          intelectual,  sobre la ineficacia de los sistemas de ejecución  previstos          en  el código penal filipino o acerca de la vinculación de la  figura  mitológica          de la diosa Atenea con el desarrollo técnico. Y  aunque en algún  momento          el lector se vea tentado de pasar  páginas en busca de la  continuación          del hilo narrativo, hay  que admitir que las digresiones de  Stephenson          son divertidas,  ingeniosas, y que además proporcionan a la  novela una          riqueza  de perspectivas ciertamente poco común y, desde luego,  insólita           en la narrativa de ciencia ficción —si es que se  trata de una novela de          ciencia ficción— a la que la mayoría de  los  aficionados estamos acostumbrados.
Tanto como en la digresión, el estilo de Stephenson se basa en   el empleo          inteligente de la intertextualidad (ya desde el  título, claro,          con ese homenaje transparente a H.P. Lovecraft).  La  identificación y análisis          de los procedimientos de cita,  de las parodias, ecos y  pastiches, darían          para una tesis  doctoral, y no es éste lugar para demorarse en  ello. Lo          que  llama la atención es que el autor los utiliza de forma muy   característica,          como un rasgo definitorio de una de las dos  líneas narrativas,  la que          transcurre en la actualidad, y ello  no es casual, pues  corresponde verosímilmente          al retrato de  grupos sociales —ingenieros,  informáticos, abogados, profesores          universitarios— que son  conscientes del fenómeno y  hasta lo consideran          como un signo  distintivo, un mecanismo de identificación y  pertenencia.          Así,  no es extraño encontrarse con usos de la intertextualidad  que retratan           agudamente las circunstancias de determinados ambientes   intelectuales          en Estados Unidos y los países anglosajones: un  episodio de  enfrentamiento          entre hackers y agentes del  gobierno, narrado como si se  tratara          de las luchas entre las  diferentes razas que habitan el mundo de  El          señor de los  anillos, o abundantes empleos metafóricos de  las características           del sistema operativo UNIX, o el hecho de que continuamente   Randy Waterhouse          haga escarnio del lenguaje políticamente  correcto y los tópicos  de la          semiología y la deconstrucción,  como una sutil forma de venganza  sobre          su ex-novia Charlene.
Quisiera finalizar mi reseña con un breve análisis “político”           de la novela. Soy consciente de los riesgos que trae consigo el   formular          reparos ideológicos a un texto tan amplio (e  irónico) como el  presente,          pero también creo que el libro de  Stephenson no es inocente en  ninguno          de los sentidos de la  palabra, y que su impacto sobre el público  exige          alguna  reflexión al respecto. En primer lugar, diré que no llego  a comprender           por qué ha de ser obligatoria la fe radicalmente libertaria (a   menudo          portadora de un pensamiento ferozmente capitalista) que  propagan  algunos          círculos informáticos, con los cuales esta  novela parece  identificarse          a través de las actividades de la  Epiphyte Corp., como si toda          regulación gubernamental del  fenómeno de Internet fuera  intrínsecamente          perversa, y en  cambio no lo fuera la ocultación deliberada de  recursos           financieros al fisco (uno de los fines, aunque no el único,para  el que           nace el proyecto de la Cripta), o la comisión de actividades   delictivas          —pornografía infantil, incitación al odio racial o          a la  violencia, comercio ilícito de todo tipo— que          como es sabido basan su existencia en servidores  de Internet  opacos a          la acción de la justicia.
Más          cuestionable me parece aún la ideología  subyacente (el  “subtexto”,          que diría con su habitual retranca  Stephenson) al retrato de Avi  Halaby,          el socio principal de  Randy Waterhouse, quien dedica todos sus  esfuerzos          al  propósito esencial de prevenir la repetición de la Shoah,  el           Holocausto que el pueblo judío sufrió a manos de los nazis.  Desde  luego          que tal motivación es plausible en sí misma, pero no  tanto el  modo en          que Avi desea llevarla a cabo: colocar en la  Cripta el PEPH, o  Paquete          de Educación y Prevención del  Holocausto, que él mismo define  como “un          manual de prevención  de holocaustos... una guía de tácticas de  guerrilla”          (p. 102).  No es, desde luego, un proyecto inocente y puro, sino  un  reconocimiento          explícito de la necesidad de la violencia,  aspecto este sobre el  cual          la novela adopta una postura  ambigua: aun cuando Randy y la voz  del narrador          formulan unas  cuantas ironías respecto a la terquedad sionista  de Avi          o a su  conservadora vida familiar, lo cierto es que el relato en  su conjunto           parece dar por bueno su programa (y un lector mínimamente  atento  a la          actualidad internacional no puede menos que  interpretar esta  actitud como          un refrendo de la impresentable  política que lleva a cabo el  estado          de Israel). Esta línea de  pensamiento se ve confirmada, más allá  de todo          el arsenal de  burlas y cuchufletas característico de la novela,  por el           innegable tufillo pro-norteamericano que destilan muchos de sus   episodios          (no solamente los bélicos, lo cual sería  perfectamente  aceptable, al menos          para alguien que considera  que la victoria de los Aliados en la  Segunda          Guerra Mundial  fue beneficiosa para la Humanidad), de los que se  deduce          una  visión de los Estados Unidos, en línea con los habituales  tópicos           de campeón del mundo libre, valedor de las libertades y  protector  del          desarrollo de los pueblos, que no puede ser más  acomodaticia y  manida.
Este  convencionalismo ideológico puede considerarse (o no) un  aspecto           criticable, pero de lo que no cabe duda es que constituye un   argumento          que confirma las reticencias que ya he expreado a la  hora de  aceptar el          carácter “cienciaficcional” de Criptonomicón.  Tomando  como referencia          la definición del género propuesta  por Darko Suvin (véase la nota           6), es preciso concluir con la  afirmación de que la obra de          Neal Stephenson no sólo no crea un  mundo narrativo empíricamente  distinto          al nuestro, sino que  tampoco logra (en realidad, yo creo que ni  siquiera          lo  pretende) el necesario extrañamiento cognitivo que es la nota   característica          de la mejor ciencia ficción.
Aunque... ¡qué más dará una cosa u otra! Déjense de monsergas           que sólo importan a los exquisitos y compren Criptonomicón,   editado          en tres hermosos tomos cuyos lomos, además, quedan  preciosos en  la estantería.          Lean Criptonomicón, aunque  no les guste la ciencia  ficción. Y los          que suelen presumir de  su desprecio hacia el género, que los  hay, aquí          tienen una  oportunidad para olvidar los escrúpulos y actuar con  criterio           propio (con la excusa de que no es lo que parece, claro). Pero  eso sí,           van a necesitar unos cuantos días libres, porque el libro de   Neal Stephenson          no les va a dejar atender debidamente a sus  obligaciones. Están  advertidos.
Notas
1. Aunque  la novela          apareció en la edición  norteamericana (Cryptonomicon,  Avon Books,          mayo de  1999) en un único volumen de algo más de 900 páginas, la  versión           española ha sido publicada por Ediciones B en tres volúmenes   (números          148, 151 y 154 de la colección Nova), con traducción  de Pedro  Jorge Romero.          Se ha mantenido el título original (Criptonmicón),  aunque  cada          uno de los volúmenes lleva un subtítulo, a saber:  I. El  código Enigma,          II. El código Pontifex, III.  El código Aretusa).  En total,          los tres volúmenes de la  edición española representan casi          1100 páginas.  
2. La especie existe,           no es un lugar común. Podría citar algún ejemplo real bien   próximo (que          el lector piense por su cuenta), pero prefiero  esgrimir otra  clase de          argumento, representado por una  reciente novela de éxito, la  descacharrante          Lo mejor que le  puede pasar a un cruasán, de Pablo  Tusell, cuyo           protagonista manifiesta un comportamiento antisocial y un toque   paranoide          (que tiene ocasión de manifestarse en una historia           de tramas secretas, códigos criptográficos en Internet e   inquietantes          construcciones subterráneas) no demasiado  diferente al de unos  cuantos          personajes de la novela de  Stephenson. Y por lo que concierne al  famoso          síndrome del  túnel carpiano, que destroza las muñecas de los  adictos a          los  ordenadores, no es cosa de tomárselo a cachondeo, a juzgar  por el           aviso que figura en el teclado inalámbrico de Logitech que hace   poco regalamos          a mi padre con motivo de su septuagésimo quinto  cumpleaños. No  me resisto          a la cita literal: “ADVERTECNCIA:  Ciertos expertos creen que el  empleo          de cualquier tipo de  teclado puede ocasionar lesiones graves”. 
3. Un estilo que, en líneas  generales,           ha sido bastante bien captado en la traducción de Pedro Jorge   Romero,          quien en algún momento (p. 273, a propósito de una   interpretación tronchante          del acrónimo INRI) tiene la honradez  de reconocer que no puede  superar          con su traducción los  hallazgos verbales de Stephenson. Pero, de  todos          modos, hay  alguna opción lingüística chirriante, como la  continua presencia           del verbo asumir, utilizado con el sentido de 'suponer,  tener  en          cuenta, considerar', que sí tiene el verbo inglés to  assume,  pero          que resulta poco aceptable en castellano (de  hecho, el Diccionario           del español actual, de Seco,  Andrés y Ramos, ni siquiera  registra          tal uso). 
4. El responsable de la   edición española,          Miquel Barceló, se ha visto obligado a  reconocerlo así: “no se  me oculta          que muchos lectores podrían  preguntarse qué hay de ciencia  ficción en          una novela como Criptonomicón”  (p. 6). Por su parte, Luis  Fonseca,          en su reseña de la novela  declara: “difícilmente podríamos  encuadrar Cryptonomicon           en este género. Arriesgando un segundo calificativo lo  describiría  como          «mainstream asimilado». Asimilado con gusto por la   comunidad de          la ciencia ficción, sin duda, en recompensa por  los servicios  prestados          por la corta pero intensa obra de  Stephenson (Zodiac, La  era          del diamante y,  especialmente, Snow Crash)” (la  reseña se ha          publicado  en http://www.archivodenessus.com/rese/0380;           también está incluida en la presentación del tercer volumen de           la novela).  
5. Los  antecedentes ilustres  de este          procedimiento son legión, pero  me gustaría citar dos muy  cercanos, que          además comparten con  la novela de Stephenson la ubicación en la  II Guerra          Mundial y  el protagonismo de científicos ocupados en desvelar  las interioridades           de la maquinaria militar nazi: Enigma, del británico   Robert Harris          (1995), una novela sobre el desciframiento del  famoso código  alemán, que          estoy seguro ha sido conocida por  Stephenson, y En busca de  Klingsor,          del mexicano Jorge  Volpi (abril de 1999), dedicada a la búsqueda  de un          misterioso  científico director del programa alemán de  investigaciones           atómicas. Ambas son dos novelas magníficas (bastante más amargas  ambas           que la de Stephenson), que sobre una base histórica real   realizan un tratamiento          ficcional muy convincente, lo cual no  creo que autorice a  designar a ninguna          de ellas como de  ciencia ficción. 
6. La  definición corresponde a  uno          de los más prestigiosos expertos  en el género, el profesor Darko  Suvin,          en Metamorfosis de  la ciencia ficción. Sobre la poética y la  historia          de un  género literario, México, Fondo de Cultura Económica,  1984,           p. 26. Suvin señala que la ciencia ficción “parte de una  hipótesis  ficticia          («literaria»), que desarrolla con rigor total  («científico»)  [...]. El          resultado de esa presentación fáctica  de hechos ficticios es el  enfrentamiento          de un sistema  normativo fijo [...] con un punto de vista o  perspectiva          que  conlleva un conjunto de normas nuevo. En teoría literaria se  llama           a esta actitud de extrañamiento” (p. 28). Y más adelante   define          la ciencia ficción como “un género literario cuyas  condiciones  necesarias          y suficientes son la presencia y la  interacción del  extrañamiento y la          cognición, y cuyo recurso  formal más importante es un marco  imaginativo          distinto del  ambiente empírico del autor” (p. 30). 
7. En la entrada  correspondiente de           The Encyclopedia of Science Fiction (New York, St.  Martin's  Press,          1995, pp. 288-290), John Clute y Peter Nichols señalan  que el  término          cyberpunk designa una corriente de la  ciencia ficción que se  originó          en los primeros años 80, y  cuyos principales representantes son  los escritores          Bruce  Sterling y William Gibson. Temas fundamentales en esta  corriente           son el retrato de un mundo política e industrialmente  globalizado,  la          influencia en la condición humana de los implantes  corporales y  de las          drogas, y los cambios sociales provocados  por la difusión de las  redes          de datos y la realidad virtual.  La narrativa cyperpunk se  caracteriza          también por su  combatividad respecto a las estructuras sociales y  políticas           tradicionales y por lo agresivo y polémico de sus propuestas   literarias.          De las novelas de Stephenson que suelen asociarse a  la narrativa  cyberpunk,          dos están publicadas en castellano: La  era del diamante:  manual          ilustrado para jovencitas y Snow  Crash. La primera  fue editada          por la colección Nova de  Ediciones B en 1995; la segunda ha sido  publicada,          manteniendo  el título original, por Ediciones Gigamesh en 2000.  Esta última           es objeto de la selección del equipo redactor de Las           100 mejores novelas de ciencia ficción del siglo XX   (Madrid, La          Factoría de Ideas, 2001, pp. 205-206).  
8. Convocado por la  revista Locus           Magazine, especializada en ciencia  ficción, literatura  fantástica          y horror, se concede por  votación de los lectores. Pueden verse  las normas          del premio y  un completísimo indice en http://www.locusmag.com/SFAwards/Db/Locus.html.  
Para saber más
Algunos de los temas tratados en la reseña se pueden ampliar  en           las siguientes direcciones de Internet: